martes, 28 de agosto de 2012
La esfinge
Muy a su pesar, Mariano no concluyó el relato.
Había estado sustituyendo “prudente” por “apocado” en las páginas dos y cuatro. Se había emocionado con la frase final, frase que había escrito incluso antes de ponerle el título definitivo, “La esfinge”; había revisado concienzudamente los párrafos segundo y tercero, sobre los que se sustentaba el meollo de la historia. Tenían que ser comprensibles, pero lo suficientemente crípticos como para no desvelar que la esfinge no existía. En realidad, eso lo sabía Mariano, la esfinge existía nada más que en aquellas páginas y ni siquiera para los arqueólogos sobre los que recaía el peso de la acción del relato, o sea, que no había existido nunca, por mucho que se empeñaran en excavar y hacer túneles y perforaciones del todo innecesarias.
La esfinge, a la que Mariano le había tomado un cariño del todo virtual, solo era el fruto de su imaginación. “La esfinge” iba a ser su primer relato. Tenía que resultar redondo, irreprochable, perfecto. Pero esa búsqueda le estaba causando alguna que otra migraña a Mariano, que, aunque más dotado para el chiste fácil, el aquí te pillo aquí te mato, vamos, no cejaba en su búsqueda del relato perfecto. Las motivaciones que antaño le habían hecho degustar los sinsabores del éxito en el pantanoso mundo de las subcontratas, previa degustación de sus elixires, le impulsaba ahora al ámbito de la literatura. Sería escritor. Porque aunque no había leído mucho en su vida, no veía por qué no iba a ser él capaz. Le quedaban tres minutos para que finalizase el plazo que se había dado y no se veía capaz de cumplirlo; él, Mariano, que no había fallado ni una vez con los plazos de entrega de los proyectos asignados a dedo por el subdelegado de urbanismo del ayuntamiento. A Mariano aún le quedaban muchos hilos que atar. Aunque podía dejarlos en suspenso. Sí, un final abierto, una elipsis de esas que tanto les gustan a los escritores de best-sellers, y a Mariano se le llenó la cabeza de teoría literaria por correspondencia y correlatos objetivos que bien sabía él que eran cosa fina. Y aunque este primer relato de la esfinge no le consagraría, la vertebración (le gustaba esta palabra, que sonaba a clavícula y otros huesos descolocados) de un corpus (otra palabra usurpada de sus conversaciones con el vecino intelectual) de nueve o diez, previa selección entre un montón de ellos, le harían merecedor de innumerables premios y sus siguientes libros, adaptaciones de novelas propias, ajenas o no, obras de teatro y performances varios, recitales de poesía y colaboraciones escogidas en medios digitales e impresos le auparían, como poco, al Nacional de las Letras.
Claro que, pensándolo detenidamente, o no tanto, que Mariano no era ningún tonto, ya sería muy mayor para entonces, y más teniendo en cuenta el tiempo que llevaba escribir uno. Así que los párrafos que tenían que acercarle a esa última frase de “La esfinge”, frase que había sido un destello de genialidad en la vida de Mariano, se dijo, nunca llegaría a redactarlos y se puso la televisión.
"La esfinge" por Marcos Ripalda.
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